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viernes, 23 de mayo de 2014

¿Quien quiere doscientos pesos?

Quién quiere doscientos pesos?
Jorge Calderón Gutiérrez (Padre)

Yo tuve una madre buena.
Yo tuve madre Santa.
La que me arrulló en la cuna.
y lavó mi ropa blanca
de noche frente a la luna.
La que con ojos cansados
veló mi cunita, enferma,
mientras sus manitas buenas
cosían ropas deshechas.
La que me enseñó, piadosa,
mis oraciones de niño,
y me ayudaba en la escuela
más que nada por cariño.
Yo tuve una madre buena
Yo tuve una madre Santa.
Con cuántos desasosiegos
no costeó la pobrecilla
mis estudios de primaria

con cuánta ropa lavada
y planchada, mi mamita,
no pagó mi secundaria.
Y aún recuerdo que por pena,
delegó en una sobrina
el hecho de acompañarme
marchando por el estrado
al recibir mi diploma
legal de bachillerato.
Porque por vestirme bueno
con traje de tela cara
ella, la pobre se puso,
tela de ropa barata.
Y en el fondo de la sala,
la recuerdo arrinconada.
Y mientras toda la gente
con regocijo aplaudía,
por su cara dulce y buena,
lágrimas de amor y dicha
corrían por sus mejillas.
Yo tuve una madre buena,
Yo tuve una madre Santa.
Quise estudiar Medicina.
la especialidad buscada
en mi país no existía,
y en un país extranjero
la estudié por su porfía.
— Vete, me dijo márchate
A coronar tu carrera,
Que aunque jirones de la vida,
deje lampaceando pisos,
yo te juro que dinero
te llegará día a día.
Y me lo envió. “Pobrecilla”.
Y nunca me faltó nada.
Y por cinco largos años
Sus manos sacrificadas
hicieron que ver pudiera
mi carrera coronada.
Triunfé. Tan brillantes notas
obtuve que, en pago y premio,
me dieron con el diploma
más alto que dar se pueda
mi pasaje de regreso.
Y volé...
Y volé con ansias locas
De entregar aquel
A quien más lo merecía,
Para ponerlo en sus manos,
Y gritar a pulmón lleno
Que era suyo más que mío.
A la casa llegué loco de contento,
de alegría,
y al golpear a la ventana
porque la puerta no abría,
una vecina de
me dijo:
— ¿A quién buscas?
— A mi madre, le contesté muy ufano.
— ¿La viejita que lavaba
pisos de noche y de día?
— Sí, le dije: ¡Esa es mi madre!
La mejor del mundo, ¿sabe?
Y cómo no he de saberlo
me dijo aquella vecina
si murió lavando pisos anteayer.
Y ayer, cuando la enterramos,
al desasirle las manos,
que las tenía crispadas,
le encontré doscientos pesos:
los últimos que ganara
para enviárselos a su hijo,
y ayudarle a que a su lado
lo más pronto regresara.
— Tómalos. Aquí los tienes.
Es dinero bien ganado.
— ¡Y no iba a serlo! Aquí están
doscientos pesos cansados.
— ¿Los quiere alguien? Los regalo.
Tómenlos, por Dios, que a mí...
¡A mí me queman las manos!..

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